La depresión económica que vivimos ha llevado a nuestros políticos a volver mirar a la industria como a tabla de salvación de nuestra economía. Crecen las exportaciones, la balanza comercial se ha equilibrado gracias a ellas (las importaciones también han caído) y el poco empleo que se crea se origina en las grandes fábricas.
Las factorías de automóviles afincadas en nuestros país son un ejemplo de competitividad y durante el último año han conseguido la adjudicación de nuevos modelos.
La palabra de moda es reindustrialización y desde ministros a alcaldes todos utilizan con suma profusión el vocablo. Pero lo cierto es, que cuando una empresa quiere implantarse en un polígono industrial o ampliar sus instalaciones aprovechando la nave vacía de al lado, debe enfrentarse a una montaña de trámites y, lo que es peor, a unos plazos de tiempo enormes e indeterminados.
A cualquier alcalde que le preguntes si quiere una empresa en su polígono industrial te dirá de inmediato que sí, pero cuando esta empresa es una industria, grupos ecologistas y asociaciones de vecinos le presionarán para evitarlo. Lo normal es que el alcalde ceda para evitar perder las elecciones y postergue la decisión, lo que puede resultarmás letal para el proyecto que la propia negativa.
Si la empresa logra convencer de las bondades del proyecto, empieza su batalla con Endesa para conseguir mayor potencia. Por lo general, la eléctrica nunca dispone de suficiente potencia y casi siempre es necesaria la inversión en una nueva estación transformadora, lo que supone costes añadidos y, de nuevo, otro largo plazo de tiempo.
Pero no sólo los obstáculos aparecen en el ámbito local. Las dificultades ara lograr visados para directivos extranjeros; los crónicos retrasos en la devolución del IVA de las exportaciones; la precariedad de los Puestos de Inspección Fronterizo (PIF) o las fluctuaciones inesperadas de los precios de la energía forman parte de un auténtico campo de minas para el empresario que contrasta con el afán de todo el mundo por reindustrializarnos.
Jordi Sacristán
El Economista